Autopsia a las elecciones en EEUU (Parte 1)
Mes y pico después, y superado el duelo de la derrota, conviene reflexionar sobre los factores detrás de la victoria de Trump y pensar en qué lecciones se pueden aplicar a la política española.
Salvo que estés leyendo esto después de haber estado en coma mes y medio, ya sabes que Donald Trump será el cuadragésimo séptimo presidente de Estados Unidos el próximo 20 de enero después de ganar las elecciones presidenciales el pasado 5 de noviembre a la candidata demócrata Kamala Harris.
Seguro que en estas semanas que han pasado desde aquella noche-madrugada-mañana electoral habrás escuchado o leído diferentes ideas sobre lo que ha pasado. Sin embargo, es probable que no te hayan contado todas esas ideas juntas y, tampoco, qué paralelismo se pueden hacer con la política española. Con el objetivo de aclarar mis propias ideas sobre esas dos cuestiones escribo hoy esta primera entrega, dejando para otro día una segunda parte.

La paliza que no fue
Creo que uno de los primeros análisis que vi/hice sobre las 3am hora española es que Donald Trump estaba arrasando por cómo se iban contando los votos de Georgia y Carolina del Norte. Y creo también que esa fue la sensación que ha quedado en el imaginario colectivo en España: una victoria absoluta republicana, la gran mayoría del país siendo de extrema derecha y #todomal, básicamente.
Sin embargo, una vez acabado todo el recuento y con semanas para analizar en frío creo que se puede afirmar que fueron, una vez más, unas elecciones ajustadas.
Donald Trump ganó las elecciones por 1,47 puntos porcentuales, menos que el margen de error estadístico de las mejores encuestas (y mucho menos que la ventaja que tuvo Biden en 2020, que fue de 4,5 puntos). Si vamos al detalle, en los tres estados más ajustados, y que habrían sido decisivos para producir una victoria de Kamala, la diferencia fue igualmente minúscula: 0,86 p.p. en Wisconsin, 1,41 p.p. en Michigan y 1,71 % en Pennsylvania. Cualquier mínimo cambio en la campaña en esos tres estados podría haber un resultado diferente y esta publicación sería una celebración crítica de la victoria demócrata.
Por hacer la primera comparación con España, la victoria del PP en 2023 (sí, ganó, aunque no lo recordéis) fue de 1,35 puntos porcentuales y nadie pensó esa noche en que España era una masa ultraconservadora.
¿Por qué entonces esta sensación de paliza?
Cuestión de expectativas
La campaña demócrata liderada por Kamala Harris despertó un entusiasmo poca veces visto entre los y las votantes demócratas que de repente vieron que lo que iba a ser una derrota apabullante con Biden frente a Trump pasaba a ser una elección competitiva. Ese cambio emocional entre la base demócrata aumentó enormemente la cantidad de gente que se acercaba a colaborar en la campaña (se movilizan ejércitos de miles de voluntarios allí) y, sobre todo, disparó la recaudación: al finalizar la campaña Harris había recaudado 2.900 millones de dólares, más de mil millones que la campaña de Trump (1,8mil millones).
En perspectiva española, es como si PSOE y PP se gastaran 170 millones de euros y 105 millones respectivamente, cuando en el gasto fue de 10,6 millones el PSOE y 12,4 el Partido Popular en la última campaña auditada1.
Esto hizo que entre la gente progre cundiera el entusiasmo: era imposible perder teniendo tanto dinero para publicidad (spoiler, salió mal). La alegría demócrata se reforzaba además por lo que mostraban las encuestas: de perder por paliza con Biden en los días posteriores al debate a recuperarse muchísimo en las primeras semanas de Harris e incluso aparecer como ganadora ajustada en las encuestas publicadas desde septiembre.
Esas expectativas son las que, creo, hicieron que al día siguiente fuera casi luto internacional en la izquierda progresista. Nos fuimos a dormir con esperanza y al despertar el Tiranosaurio había regresado.
La importancia del candidato
Que la pelea estuviera competida o que la paliza no fuera tal no debe impedir que se hagan los análisis que hagan falta. Y esto lleva a repasar algunas cuestiones. En primer lugar, la importancia del candidato.
Joe Biden, seguramente uno de los mejores presidentes del último siglo2 ha sido, a la vez, el peor candidato electoral del último siglo. Su avanzada (y notoria) edad, la incapacidad para que las clases medias sintieran el efecto de sus medidas contra la inflación3 y su posición migratoria hacían de Biden el peor activo posible para el Partido Demócrata. Lo sensato es que en 2023 hubiera anunciado que no repetía candidatura por ser muy mayor y que así hubiera primarias competitivas entre los demócratas. De tal forma, las personas en contienda hubieran podido distanciarse del presidente y competir desde un suelo electoral más elevado haciendo una campaña “larga” desde el invierno de 2024 hasta las elecciones en noviembre.

Desgraciadamente no fue así y tras unos atropellados días post-debate donde la marca demócrata estaba completamente hundida, Kamala Harris se convierte en líder de la formación.
Aunque el volantazo despertara el entusiasmo antes comentado, la figura de Kamala Harris no era la de la candidata ideal, seguramente fuera una candidata mediocre (así se había demostrado en otros procesos electorales) cuyo mayor valor era no dividir al partido en una Convención demócrata a dos meses de las elecciones, condición necesaria, pero no suficiente para ganar.
Este es un factor clave; la competición electoral es cada vez más una “democracia de audiencias”4 donde los y las votantes se muestran más dispuestos a cambiar su voto de una elección a otra, principalmente influidos por su confianza-cercanía-odio-fenómenofan hacia las personas candidatas, dinámica que las redes sociales han acentuado muchísimo en la última década.
En este sentido, no es posible hablar de los malos candidatos de un lado, sin hablar de Donald Trump, que como otros fenómenos similares a lo largo del globo (Milei, Bolsonaro, Ayuso), despierta todo tipo de pasiones, muy malas para unos y muy buenas para otros.
Porque, aunque sigamos sin creérnoslo ya que a ojos de una persona progresista estos candidatos son la representación del mal, son buenos candidatos para su público y logran tener una base de apoyo altísima.
En estrategia electoral siempre se habla de la importancia de tener un suelo electoral alto, esa cantidad de gente que, aunque dispares en mitad de Manhattan a la multitud o dejes morir a 7.291 personas nunca dejará de votarte. Bien, eso es lo que tiene Trump, una legión de fieles que garantiza al menos un 40 % de apoyos.
No ayuda para desmovilizar a las bases de candidaturas tan excéntricas la condescendencia con la que la izquierda suele tratarles: cada insulto que proferimos les convierte en mártir, les deja en bandeja discursos acerca de cómo las élites tenemos una cacería contra la gente como ellas, genera un sentimiento de ofensa que revoluciona a sus bases e hipermoviliza.
Esto es algo que no hemos interiorizado en la izquierda, y es que cada insulto (mentiroso, tonto…) a Trump implica también insultar a los votantes de Trump, enfadando a esa gente contra nosotros. Y no todos serán fieles votantes de Trump (especialmente en un sistema bipartidista), habrá gente relativamente cercana a las posiciones demócratas con dudas sobre a qué candidato votar y puede terminar empatizando (y decidiendo su voto) con la persona atacada.
Otro punto es que cada vez que se plantea una estrategia electoral contra un candidato que percibimos como tan “malo” lo que termina sucediendo es que se le infravalora. No se puede plantear una buena estrategia si consideras que el de enfrente es peor/más débil que tú, porque vas de sobrado, no haces bien tu trabajo y terminas perdiendo.
Buenos ejemplos en España serían la pésima infravaloración que se hizo en 2019 de Almeida y Ayuso en Madrid, percibidos tan flojos que no ayudaron a planificar mejor la campaña. A pesar de venir de haber ganado en 2015, se perdieron esfuerzos en hacer memes sobre ellos y dejando de vender nuestro proyecto.
Por último, sobre el candidato Trump, señalar que la estrategia del ataque no funciona tampoco señalando que es un mentiroso y que si gana van a venir los 4 jinetes del apocalipsis. Ha sucedido en estos ocho años que de manera constante se han vinculado con Trump dos ideas: que siempre miente y que va a hacer el mal (porque él mismo lo afirma). Sin embargo, estas dos ideas son entre sí incompatibles para convencer a alguien. Porque si siempre miente, entonces no va a ser un dictador, de manera que tus llamados al voto para evitar a un dictador tienen menos calado entre la gente. Sucede, también, que los cuatro años de Trump, aunque fueron nefastos en muchos sentidos y terminaron con un autogolpe de estado, acabaron, terminó yéndose y la democracia siguió ahí. Por tanto, si siempre miente entonces no va a ser un dictador, ni va a deportar a cientos de miles de migrantes, ni… o, por el contrario, dejemos de llamarle mentiroso y señalemos que sus políticas son reales.
Nótese que cada vez que menciono a Trump en este bloque reciente estoy pensando sobre todo en Isabel Díaz Ayuso, que es un reflejo perfecto del trumpismo en España. Creo que todo lo que que digo para uno, sirve para la otra. Y sobre esto debería pivotar la estrategia de la izquierda madrileña y española, ya que ella es una muy buena candidata para los suyos y no tenemos ni idea de cómo ganarla.
Por su parte, ejemplos de pésimos candidatos que solo contribuyen a empeorar las expectativas electorales de sus partidos tenemos decenas (hola, Partido Socialista de Madrid).
Como conclusión de este primer fascículo y por resumir: quién defiende tus siglas es un aspecto fundamental en una democracia representativa, por lo que el Partido Demócrata seguramente perdió las elecciones en 2023 cuando Joe Biden no renunció a su candidatura. Además, la estrategia para hacer frente a Trump se ha demostrado inútil, tanto en 2016, como en 2020, como ahora, se deben cambiar las formas de ganar al rival.
Y a pesar de eso, e incluso con una candidata mediocre, Kamala Harris casi gana las elecciones. Y es que, cuando unas elecciones se deciden por el 2 % de los votos, todos los factores pesan. Aunque eso lo cuento en el próximo fascículo del boletín.
El dato se corresponde a las elecciones celebradas en 2019 dado que el Tribunal de Cuentas tarda un par de años en auditar las cuentas de los partidos, así que no tendremos los gastos exactos hasta el año que viene. Pero no será mucho más, les españoles no estamos tan loquers como para andar donando dinero de esa manera, ni siquiera nuestra clase empresarial.
Durante su presidencia se impulsaron multitud de proyectos muy importantes reunidos en su mayoría en la Inflation Reduction Act of 2022 (IRA) que han contribuido a la lucha contra el cambio climático, subsidios para combatir muy eficazmente la pobreza, construir nuevas infraestructuras en un país que se caía a trozos, impuestos a los más ricos… Por no olvidar su defensa férrea del pueblo ucraniano, para mí uno de los lugares donde la democracia se está defendiendo del imperialismo conservador con el cuerpo, no con los votos. En su debe seguramente la tibieza con Israel (a pesar de haber sido quizá uno de los presidentes menos proisraelíes), no haber afrontado el problema de la vivienda (sí, no es cosa solo de España) y que las medidas contra la inflación no llegaron a las clases medias (y de ahí su impopularidad). Si os renta el legado de Biden decidlo y lo mismo se hace un post en enero.
Este concepto se desarrolla en “Los principios del gobierno representativo” de Bernard Manin y se opone al principio de competición electoral estructuralista establecido por Lipset y Rokkan con su teoría de los clivajes, donde la gente se comporta electoralmente en función del grupo social al que pertenece (clases bajas-altas, campo-ciudad, laicismo-secularismo, centro-periferia) y que vertebró la democracia electoral hasta los años 80 del siglo pasado. Aunque este boletín no pretende ser pedante sobre ciencia política, a mí me renta recordar cosas de la carrera.